FERNANDO STEFANICH,con acento cordobés


Es bien cordobés pero como muchos argentinos un día también partió de su tierra. Es escritor. Ha estudiado en el Colegio Nacional de Monserrat y en la UCC. Y más tarde LA SORBONA en París lo tuvo como alumno. Y ahora es profesor en la Universidad.


--¿Hace mucho que tu lugar en el mundo es París?

Nunca comprendí esa frase (¡aunque sería un buen título para una película!); uno debe intentar ser feliz donde se encuentre. Mi lugar es Córdoba, es la ciudad en la que nací, en la que están enterrados mis padres y en la que viví hasta los 35 años. 

Después me tocó radicarme en el extranjero; el hombre y sus circunstancias, decía Ortega. Me vine a París con mi mujer y mi hija en 2004, por un año, y luego las cosas se encadenaron. Si me preguntas por qué me fui, no sabría qué responderte. Supongo que fue una acumulación de factores, como la muerte de mi madre, cierta saturación en lo laboral, la crisis, el sentimiento de inseguridad y de injusticia. Además, me adapté mal a la nueva realidad. 

En los ‘90, el urbanismo empezó a cambiar con la aparición de los barrios privados. En aquel entonces me parecía que esos guetos voluntarios eran la cristalización de una sociedad enferma, una separación entre un “nosotros” y un “ellos” que no debería existir; hoy tal vez sería menos categórico.

Pero esa frase, “mi lugar en el mundo”, esconde dos temas centrales para todos aquellos que viven afuera: el de la pertenencia y el de la identidad. Algunas veces te decís que no pertenecés a ninguno de los dos lugares; otras, a ambos. Yo por momentos adhiero a una identidad amplia y me siento occidental, como lo reclamaba Borges; otras, la mayoría, siento una identidad restrictiva; en esos momentos soy argentino, y más que argentino, cordobés.


--Sos de Córdoba, Argentina. Fuiste al Colegio Monserrat. A la UCC. Y luego La Sorbona. Increíble. ¿Que más has hecho?

Estoy orgulloso de haber pasado por esas instituciones, de las que conservo un grato recuerdo. Me ayudaron a consolidar mi formación académica y modelaron el individuo que soy. El Monserrat era y es un excelente colegio humanista, la UCC me enseñó las bases de la Administración de Empresas (aunque también teníamos disciplinas como filosofía, antropología y ética, cosa que siempre valoré). 

Y luego, en Francia, la Sorbona que me permitió conocer al sociólogo Michel Maffesoli, que fue durante años mi mentor. Pero lo importante no son los diplomas sino aprender, por la vía que sea, la académica es solo una de ellas. Mi padre, por ejemplo, no había terminado el secundario pero era un hombre muy inteligente y tenía una cultura general envidiable; todas las noches se llevaba a la cama con un tomo de la enciclopedia Salvat. Lo importante es la libido sciendi, el deseo de aprender.

En la vida, a parte de eso, me tocó hacer muchas cosas. Fui fisicoculturista (llegué a ser campeón nacional), trabajé como seguridad en boliches, pizzero. En Francia también tuve que hacer de todo: babysitting, mudanzas, regulé el tránsito, fui mozo, editor. En 2012, empecé a enseñar en la universidad y hoy soy titular.


--Has escrito varias ficciones donde el tema principal es el boxeo. ¿Por qué?

Albert Camus decía que todo lo que sabía lo había aprendido en los estadios de fútbol. En mi caso fueron los gimnasios. Empecé a frecuentarlos a los 13 años y todavía lo sigo haciendo. El deporte siempre formó parte de mi vida. Mi padre había sido periodista deportivo (jefe de la sección deportes del diario Meridiano), fanático de boxeo, y yo heredé la pasión, incluso hice boxeo, como amateur. 
Hay que tener en cuenta que fui adolescente en los ‘80, época en la brillaban los pesos medio: Hagler, Hearns, Durán, Leonard; después vendría Tyson en los pesados. Pero te hablo de un mundo que ya casi no existe, el boxeo está desapareciendo, y es una pena, basta con ver la pelea de Ali contra Foreman en Kinshasa, o las de Locche para comprender que es un arte.

Más allá de lo deportivo, el boxeo atrajo a intelectuales como Sartre, que le dedica unas treinta páginas de su Crítica de la razón dialéctica, o Howard Becker (Outsiders), y a artistas; recuerdo el cuento “The killers” de Hemingway, “Torito” de Cortázar, o películas como Rocco y sus hermanos, El ídolo de barro con Kirk Douglas y tantas otras. En mi caso, el boxeo funciona como una alegoría, alegoría de la vida, de los mecanismos sociales, y me permite crear un ambiente, abordar ciertas temáticas. No obstante, he escrito sobre el tango –Cuesta abajo es prácticamente una biografía de Carlos Gardel– y en mi próxima novela abordo el mundo de la pintura; sería reductor limitar mi narrativa a la temática del boxeo. 


--¿Qué extrañas de Argentina? Siempre hay algo que se extraña. Una cosa por lo menos.

Muchas cosas. Una de ellas es el idioma. Me apasiona la evolución del lenguaje. Acá, cuando hablo español, lo hago en un registro neutro. Extraño hablar cordobés. Extraño nuestro humor, nuestra picardía, nuestra creatividad. 
Uno de los problemas cuando uno vive afuera es que el lenguaje propio, por falta de contacto, se vuelve anacrónico. Eso le ocurrió a Cortázar, por ejemplo. Esto puede parecer un detalle menor, y en cierta manera lo es, pero el lenguaje es la materia prima del escritor. Yo en mi literatura uso mucho el argot, pero debo reconocer que es más bien literario, artificial… seguramente poco tiene que ver con lo que se escucha hoy en la calle...

Te hablo del lenguaje pero también podría hablar de cosas más banales, como el olor a asado de las obras en construcción... pensar en Córdoba es recordar el que alguna vez fui, el que ya no soy. Me hace pensar en mis padres ya muertos, en amigos que ya no veo, en lugares que ya no transito. La confrontación con mi pasado, imperfecto pero idealizado, me resulta insoportable. Prefiero fingir el olvido... 


--¿Estás escribiendo o quizás por publicar alguna nueva historia? Quizás no ya por la pandemia.

Estoy escribiendo una historia que, aunque poco o nada tiene que ver con el deporte, está relacionada con mis dos últimas novelas. En Roña, seguí uno de los preceptos de Horacio Quiroga y senté a un grupo de latinoamericanos –personajes de los que yo habría podido formar parte– a la mesa de un bar de París (el Sunset); Barrio Chino marca la vuelta de ellos, el “Roña” Castro. En la próxima novela ocurre algo similar: el protagonista es uno de esos personajes, un pintor que vive en Francia y que debe viajar a Córdoba por motivos personales; en su estadía se ve involucrado en una serie de asesinatos.


--¿Qué libros leías de niño? Seguramente eso ayudó a que surgiera el escritor que hay en vos.

En casa, a pesar de que mis padres eran autodidactas, o precisamente por eso, porque lo eran (el autodidacta tiende a activar fuertes mecanismos de compensación), la cultura siempre ocupó un lugar importante. Vengo de una clase media, y esos ritos de transmisión forman parte de la “distinción” de la que habla Bourdieu.

Cuando era chico, por ejemplo, mi madre me contaba historias antes de dormir. Normal. Pero en mi caso eran mitos y leyendas: El Cid, Ícaro, Sansón, David y Goliat. Mi madre creía indudablemente en la importancia de un estímulo precoz, de una sensibilización temprana al arte. Era una gran lectora, sus gustos eran eclécticos, leía tanto a Stendhal como a Philip Dick. Habré tenido unos 8 años cuando me hizo leer a Dostoyevski. El idiota. Es el primer libro que leí. Después vino El eterno marido. También recuerdo otro libro, Mi primer museo, una compilación de las grandes obras de la pintura universal. Este tipo de detalles hizo que me sintiera atraído por la biblioteca familiar. Había por ejemplo una antología de Borges editada el año de mi nacimiento, y tomé esa coincidencia por una señal, como si el libro me estuviera destinado. Había además un libro, no sé cual, hecho en papel de arroz con bordes dorados; eso me acercó al libro como objeto; es decir, algo que se toca, se escucha y se huele, que estimula el intelecto y los sentidos.

Todo ese material permaneció latente y recién germinó a los 18 años, cuando perdí a mi padre; la literatura me sirvió en ese momento de catarsis. Le acerqué mis poemas a Julio Castellanos y José Bigi, que en ese entonces estaban en la Subsecretaría de Cultura, y ellos me recomendaron el taller de Glauce Baldovin. Después, pasé a la prosa de la mano de María Teresa Andruetto y de Alicia Dujovne Ortiz.


--No puedo dejar de preguntar. ¿Cómo has pasado este tiempo con el virus que apareció de repente, luego cuarentena, y como fue en París?

Cuando apareció el virus en China, dije que la epidemia no llegaría a Europa. Cuando llegó a Italia, dije que no pasaría la frontera. Después de eso reconocí mi ignorancia, dejé de opinar y acate las disposiciones del gobierno al pie de la letra. Tené en cuenta que nací en un mundo en el que no existían las computadoras ni internet ni los teléfonos celulares. Eso quiere decir que me acerco a la edad de riesgo... 
Bromas aparte, fue fascinante ver la ciudad de París vacía. No quise escribir sobre la pandemia, porque trabajaba en otro proyecto y porque pienso que es necesario que los hechos se decanten antes de narrarlos (“no escribas bajo el imperio de la emoción; déjala morir y evócala luego”, decía Quiroga). 
Supongo que pronto vamos a sufrir un aluvión de mala literatura sobre el confinamiento (y quizás alguna película con Will Smith). 
Yo trabajé mi novela y aproveché para hacer algo que nunca había hecho: una serie de tres cortometrajes distópicos, Hobbes, que compartí en Youtube. Había juntado fotos y videos durante el confinamiento y me pareció una pena desperdiciar ese material; así surgió el proyecto, como un desafío.

En Francia, el confinamiento duró ocho semanas y dejó un saldo de 30.000 muertos. Hoy salís a la calle y es como si no hubiera sucedido nada. Es muy extraño. Por un momento pensé que la crisis podía servir a introducir cambios profundos; la globalización alcanzó su límite y la idea de progreso pierde vigencia (ya pocos adoran a Prometeo y curiosamente los que los hacen son los que se benefician con el sistema). Aun así, nos dirigimos hacia cuarta revolución industrial, la del Big Data y de la Inteligencia Artificial, y los que la defienden se escudan en el mito schumpeteriano de la destrucción creativa. A pesar de todo esto, se vislumbran algunos signos positivos, como el despertar de los Estados, la preocupación ecológica y el descubrimiento del carácter reversible de lo que considerábamos inevitable. 



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Gracias a Fernando por su tiempo, por las respuestas y por aceptar que lo entreviste.

Leticia Teresa Pontoni.

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